Los demonios del poder

Por Carlos Lara Moreno

En política, la verdadera prueba del liderazgo no está en los discursos, sino en la capacidad de sostener decisiones cuando el reloj y los intereses externos marcan la pauta. Claudia Sheinbaum, en su primer tramo como presidenta de México, se enfrenta ya a ese momento de definición. Las señales que ha enviado hacia Estados Unidos —el socio, el vigilante y el crítico permanente— revelan una gestión más guiada por la urgencia que por una visión clara del rumbo que pretende para el país.

Desde que asumió el cargo, Sheinbaum ha procurado mantener una relación de continuidad con Washington. El mensaje es simple: estabilidad, cooperación y respeto mutuo. Pero detrás de esa retórica se esconde una fragilidad que empieza a mostrarse. La agenda bilateral está marcada por los plazos que corren sin resultados firmes, especialmente en temas como el transporte aéreo y las revisiones técnicas derivadas de los acuerdos internacionales.

El caso del sector aéreo es paradigmático. México recuperó la categoría 1 de seguridad otorgada por la Administración Federal de Aviación (FAA) apenas el año pasado, tras una degradación que duró más de dos años. Sin embargo, la confianza de Estados Unidos no es un cheque en blanco. Se otorgó un plazo de tres meses para consolidar mejoras técnicas, reforzar la capacitación de inspectores y garantizar la autonomía de las autoridades aeronáuticas. El reloj avanza, los informes son ambiguos y las decisiones parecen estancadas entre la burocracia y la desidia política.

Si ese compromiso se incumple, las consecuencias serían inmediatas: restricciones en rutas, pérdida de inversiones, y una nueva señal de debilidad institucional justo cuando el país intenta mostrarse como un socio confiable. Sería un golpe no sólo económico, sino simbólico, porque el tema aéreo representa algo más profundo: la capacidad del Estado mexicano para sostener estándares internacionales sin depender de la presión extranjera.

Pero más allá del transporte, lo que inquieta es la ligereza con la que Sheinbaum parece abordar la relación con Washington. Su estilo —más técnico, menos confrontativo que el de su antecesor— no siempre se traduce en firmeza. En temas sensibles como migración, seguridad y energía, el gobierno estadounidense sigue marcando los tiempos. Mientras tanto, en Palacio Nacional prevalece el deseo de mantener una narrativa de “entendimiento”, aunque a costa de ceder terreno en decisiones que definen la soberanía.

La presidenta ha mostrado habilidad política para contener los conflictos internos, pero su desafío real no está en el Congreso ni en la oposición fragmentada. Está en la capacidad de gobernar sin depender del impulso que le heredó Andrés Manuel López Obrador. El poder, cuando se hereda, tiende a deformarse; y cuando se ejerce sin contrapesos reales, engendra sus propios demonios: la complacencia, la improvisación, el autoengaño.

México vive una etapa en la que los gestos diplomáticos ya no bastan. La relación con Estados Unidos exige estrategia, no simple retórica; exige decisiones técnicas con respaldo político, no declaraciones que se evaporan entre conferencias y comunicados.

Sheinbaum aún está a tiempo de imponer un sello propio, de demostrar que su gobierno no será una extensión automática del pasado. Pero si sigue permitiendo que la urgencia sustituya a la planificación, si mantiene la costumbre de reaccionar en lugar de anticipar, su administración podría transformarse en una sucesión de crisis mal contenidas.

El poder, cuando no se administra con inteligencia, termina devorando a quien lo ejerce. Y si algo enseña la historia mexicana, es que los gobiernos fuertes se derrumban no por el asedio de sus enemigos, sino por la incapacidad de sus líderes para enfrentar sus propios demonios. En el caso de Claudia Sheinbaum, esos demonios ya empiezan a asomarse: la prisa, la tibieza y la ilusión de que el control político equivale a la eficacia de gobierno.

Si no logra dominarlos, el país podría pasar —una vez más— del gobierno al desgobierno, con la misma velocidad con la que se desvanecen las promesas de cambio. Porque el poder, cuando se ejerce sin rumbo, no libera: condena.

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