México se encuentra ante un punto de inflexión. Mientras el bono demográfico –la etapa en que hay más personas en edad productiva que dependientes– se aproxima a su fin, el país arrastra un grave rezago en materia laboral: el 54.4% de su población ocupada trabaja en condiciones de informalidad.
Se trata de más de 32 millones de personas que carecen de prestaciones, seguridad social, estabilidad laboral y mecanismos de protección frente a riesgos económicos. Esto no solo representa una carga para los individuos, sino también para las finanzas públicas y el sistema de pensiones del país.
El bono demográfico fue, durante años, considerado una oportunidad histórica para impulsar el crecimiento económico mediante el aprovechamiento del capital humano joven. Sin embargo, sin empleo formal, sin productividad ni capacitación, ese bono corre el riesgo de convertirse en una bomba de tiempo social.
Actualmente, solo el 45% de los trabajadores en México están afiliados a instituciones de seguridad social. Aún más preocupante: el 34.1% de los ocupados perciben ingresos inferiores al salario mínimo, lo cual impacta directamente en su calidad de vida y limita su capacidad de ahorro para la vejez.
El mercado laboral no ha sido capaz de absorber a la población económicamente activa con empleos de calidad. La terciarización, la subcontratación disfrazada y el auge de plataformas digitales han generado nuevas formas de empleo, pero sin reglas claras ni protección jurídica.
Desde el gobierno federal se han promovido medidas como el aumento del salario mínimo, la reforma a las vacaciones dignas y programas de capacitación juvenil. No obstante, analistas coinciden en que estas acciones aún no abordan el problema estructural: la falta de inversión privada suficiente y la debilidad de las instituciones laborales.
Especialistas advierten que, conforme avance la transición demográfica, México enfrentará una población envejecida sin redes de protección. Los sistemas de salud, pensiones y servicios sociales podrían colapsar si no se formaliza el empleo y se mejora la productividad del trabajo.
La informalidad también limita la recaudación fiscal, lo cual reduce la capacidad del Estado para invertir en infraestructura, educación, salud y otros rubros clave para el desarrollo. Es un círculo vicioso que el país debe romper con una estrategia integral, multisectorial y de largo plazo.
A nivel regional, las disparidades son evidentes: estados del sur-sureste tienen tasas de informalidad superiores al 70%, mientras que en el norte los índices rondan el 40%. Esto demuestra que no se trata de un fenómeno homogéneo, y que las soluciones deben considerar las condiciones locales.
México aún tiene una ventana de oportunidad para revertir esta tendencia. Pero el tiempo corre. Si no se toman decisiones audaces y estructurales ahora, el país llegará al final de su bono demográfico sin haber capitalizado la mayor ventaja generacional de su historia.
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