Por Luis Gómez especialista en medio oriente
Teherán no respondió con diplomacia. Respondió con teología, con pólvora y con palabras afiladas como cimitarra. La declaración oficial del Gobierno de la República Islámica de Irán, publicada tras el presunto ataque israelí que mató a varios ciudadanos y altos mandos iraníes, no solo exige justicia: promete venganza. “Más cerca que la vena yugular de los sionistas terroristas”, dicen. Y cuando Irán habla en esos términos, el mundo debería escuchar con atención… y quizás con casco.
A la media noche, mientras las mesas de negociación sobre el programa nuclear iraní aún estaban calientes, Israel—al que Teherán llama sin rodeos “un mono borracho”—lanzó un ataque que, según Irán, violó su soberanía, sus cielos y sus muertos. La metáfora no es gratuita: acusa a Tel Aviv de actuar con la torpeza y la temeridad de quien juega con fuego en un polvorín. “Empezar la guerra con Irán es jugar con la cola del león”, sentencian.
Pero detrás de la retórica apocalíptica, se esconde una maquinaria estatal que busca cohesión interna. La declaración no es solo una condena al enemigo externo; es una advertencia de unidad dentro de casa. Gobierno, pueblo y fuerzas armadas aparecen como un solo cuerpo que ruge bajo un mismo mandato: la defensa de su cielo, sus científicos y sus hijos.
La narrativa oficial refuerza una idea estratégica: Irán nunca ha comenzado una guerra en dos siglos, pero nunca ha dudado en responder. El martirio, ese concepto tan central en la cultura política iraní, vuelve a ser combustible emocional. Los muertos son presentados como prueba de la injusticia cometida y como justificación moral para lo que viene: una respuesta “firme”, “legítima” y, si hace falta, “letal”.
En ese contexto, el documento ofrece también un llamado diplomático —aunque cargado de ironía— al Consejo de Seguridad de la ONU. Le exige defender su “honor” ante el colapso del orden internacional. Pero enseguida aclara que Irán no esperará sentado. ¿El mensaje implícito? La ONU puede ser un bonito teatro, pero el próximo acto no se escribirá en Nueva York, sino desde el Golfo Pérsico.
Mientras tanto, Irán refuerza su postura geopolítica: su insistencia en el enriquecimiento nuclear y el desarrollo de misiles no es agresión, sino autodefensa. Es un argumento que reconfigura el eje moral del conflicto: Israel no sería una víctima rodeada de amenazas, sino el verdadero provocador. La “legitimidad” y la “victimización” han cambiado de dueño, dice el comunicado.
La retórica es cruda, pero cuidadosamente construida. Se apoya en referencias religiosas —“con permiso de Dios”, “el misericordioso”— y en frases con fuerte resonancia emocional. No es solo un mensaje para el exterior; es un acto de reafirmación nacional, una coreografía textual que fortalece al régimen en momentos de alta presión internacional.
En resumen, esta declaración no es un simple boletín de prensa. Es una hoja de ruta para la confrontación. Un grito de guerra disfrazado de comunicado diplomático. Y aunque las bombas aún no caen en Tel Aviv ni en Isfahán, el reloj de arena ha comenzado a vaciarse. Porque en esta historia —como advierte Irán— “el final lo escribiremos nosotros”.
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