Por Bruno Cortés
El paso de Gerardo Fernández Noroña por la presidencia de la Mesa Directiva del Senado quedará registrado no solo por las reformas avaladas, sino por la forma en que su estilo abrasivo eclipsó la solemnidad de un cargo que exige mesura. Aunque presumió haber entregado “cero sesiones reventadas”, lo cierto es que su conducción estuvo permanentemente marcada por el ruido político, los choques con la oposición y una exposición mediática que convirtió cada sesión en un espectáculo más cercano a la confrontación que a la deliberación parlamentaria.
En comparación con sus antecesores inmediatos —desde Martí Batres hasta Ana Lilia Rivera—, Noroña cargó con un sello personal que terminó siendo más un lastre que un legado. Batres cerró con fracturas internas en Morena, pero Noroña dejó heridas abiertas con la oposición que difícilmente cicatrizarán en el corto plazo. Donde Eduardo Ramírez y Olga Sánchez Cordero apostaron por la conducción plural, él optó por el protagonismo, utilizando el micrófono de la presidencia como tribuna personal.
La narrativa de las “sesiones no reventadas” revela la paradoja de su gestión: presumir la ausencia de caos como un logro, cuando en realidad se esperaba que esa fuera la norma mínima de cualquier presidencia. El mérito se convierte en ironía, como si un médico presumiera que ninguno de sus pacientes murió en consulta. Un estándar bajo para quien ocupó la silla más alta del Senado.
La polémica fue compañera inseparable de su mandato. En junio, sus declaraciones y tono encendieron críticas dentro y fuera del recinto. Y cuando el cierre parecía tranquilo, la trifulca con Alejandro “Alito” Moreno convirtió la última fotografía de su gestión en un espectáculo de violencia política. La Mesa Directiva, que debía simbolizar la conducción institucional, quedó asociada con escenas de empujones y gritos.
A diferencia de Mónica Fernández Balboa, cuya presidencia se vio empañada por la controvertida elección de la CNDH, Noroña logró aprobar un paquete amplio de reformas. Sin embargo, la pregunta persiste: ¿fueron sus resultados legislativos suficientes para compensar la erosión en la imagen de la Cámara Alta? La respuesta, para muchos, es negativa, pues la polarización consumió buena parte del capital político del Senado.
El contraste con figuras como Armenta o Rivera es evidente. Ellos salieron con discursos sobrios y balances de leyes concretas, mientras Noroña priorizó la narrativa de orden y resistencia personal frente a la oposición. El problema es que su presidencia quedará en la memoria colectiva más por los desplantes y los titulares de prensa que por el fondo de las reformas aprobadas.
Incluso la transición, tersa y con una votación abrumadora a favor de Laura Itzel Castillo, parece menos un mérito de su conducción que un acto reflejo de los grupos parlamentarios para cerrar filas tras una gestión desgastante. Sucesión tranquila, sí, pero después de un periodo que consumió energías en pleitos innecesarios.
En conclusión, la presidencia de Fernández Noroña se despide con un sabor amargo: eficiente en lo técnico, fallida en lo político. Logró reformas, mantuvo sesiones en pie, pero al costo de convertir la Cámara en un ring permanente. En un país donde la política necesita puentes más que trincheras, su paso deja la lección de que la confrontación, por rentable que sea en el corto plazo, mina el prestigio institucional en el largo plazo.
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