Sombreros, gases y heredero: la marcha que despeinó a la 4T

Pero la pregunta sigue en el aire ¿a quién le conviene que la presidenta se vea como represora?

La Jabalinada por Bruno Cortés

El 15 de noviembre de 2025, la llamada “Generación Z del Sombrero” salió a las calles de la Ciudad de México —y de paso a Guadalajara y Morelia— para gritar lo de siempre que el poder finge no escuchar: basta de inseguridad, basta de corrupción, basta de gobiernos que se dicen progresistas mientras siguen respondiendo con tolete y gas. Lo que empezó como desfile juvenil de pancartas ingeniosas y sombreros virales terminó en un catálogo completo de la vieja normalidad: granaderos, gases lacrimógenos, extintores, vallas derribadas, al menos 120 heridos —la mayoría policías, pero también manifestantes y periodistas— y decenas de detenidos. En Palacio y en las oficinas de Morena corrieron más rápido los cálculos políticos que los partes médicos. Porque en 2025, en México, toda marcha importante ya no solo se mide en lesionados, sino en puntos de aprobación… y en la carrera adelantada por la sucesión interna.


La escena, a media tarde en el Centro Histórico, parecía sacada de TikTok más que de los viejos noticiarios: morros con sombreros convertidos en insignia, carteles contra la inseguridad y la corrupción, celulares en alto grabando todo “por si las dudas” y consignas contra el gobierno de Claudia Sheinbaum mezcladas con chistes sobre el narco, el metro y la beca que no alcanza ni para el Uber de regreso. La “Generación Z del Sombrero” no salió a descubrir la protesta: salió a dejar claro que ya aprendió a marchar con trending topic incluído.

Pero cuando la columna se acercó a las vallas del Zócalo, el guion giró del meme al madrazo institucional. Apareció el famoso “Bloque Negro”, capuchas, petardos, piedras, las vallas empezaron a caer y del otro lado no estaba la República amorosa, sino la Secretaría de Seguridad Ciudadana de la CDMX con unos 800 elementos listos: antimotines, gases lacrimógenos, extintores y la vieja técnica del empujón que acaba en fractura. Saldo preliminar: más de 120 heridos, la mayoría policías, sí, pero también jóvenes desarmados, mujeres que iban a documentar y periodistas con chaleco de “PRENSA” bien visible. En Morelia, la Guardia Civil del gobernador morenista Alfredo Ramírez Bedolla calcó el libreto: empujones, golpes, gases y el mensaje silencioso de siempre: la calle es nuestra, no suya.

Entre los golpeados, la prensa pagó boleto VIP al infierno de la “contención”. Al fotoreportero Víctor Manuel Camacho, de La Jornada, lo tiraron al suelo a patadas, le amenazaron la vida y le robaron cámara y celular. A reporteros de Fuerza Informativa Azteca, como Antonio Huitzil y Ricardo Pérez, les llovieron gases y piedras. A la reportera Ximena Arochi, de Proceso, la golpearon mientras registraba precisamente las golpizas a manifestantes. El periodista Ioan Grillo terminó aturdido por gas lacrimógeno, y otros, como Óscar Ramírez, acabaron con lesiones serias por proyectiles dirigidos. Artículo 19 y otras organizaciones se cansaron de boletinar lo obvio: en un gobierno que se presume progresista, la cámara sigue siendo tratada como arma enemiga y el periodista como daño colateral perfectamente administrable.

Desde el gobierno federal y el de la CDMX la narrativa oficial salió en automático, como si ya estuviera guardada en macros de oficina: todo fue culpa de “provocadores de derecha”, “infiltrados” y “un Bloque Negro manipulado para desestabilizar al régimen”. Del otro lado, la oposición respondió con su propio molde: fueron “porros del gobierno”, “grupos de choque” y “narco gobierno” tratando de justificar la represión. Nadie presentó pruebas sólidas, solo confirmaron que en México los infiltrados son como los fantasmas: todo mundo habla de ellos, nadie los identifica con nombre y apellido, pero siempre aparecen justo a tiempo para arruinar una marcha incómoda. La única constante histórica es que los golpes y los gases sí tienen nombre, placa y nómina.

La figura del infiltrado, por cierto, no nació en TikTok. Viene de décadas de un país que aprendió a desconfiar desde el 68, el 71 y más recientemente con las marchas feministas donde el Bloque Negro se volvió personaje recurrente: unas veces válvula de rabia legítima, otras pretexto perfecto para la “mano dura”. Hoy, en 2025, esa tradición se recicla con filtros de Instagram e hilos kilométricos en X, pero el truco es el mismo: se culpa a “los otros” para no revisar responsabilidades propias. Mientras la Fiscalía no esclarece nada y las comisiones de derechos humanos parecen oficinas de trámites eternos, el cuento de los infiltrados sigue saliendo más barato que aceptar que fue el Estado… otra vez.

El detalle fino está en cómo esta marcha despeina a Morena por dentro. Sectores disidentes del partido aprovecharon la nube de gas para lanzar indirectas en X: que la respuesta fue “desproporcionada”, que no se puede perder a la juventud, que “la 4T no puede verse represora”. José Narro, cercano a Adán Augusto López, subrayó, con sonrisa de ajedrecista, que la imagen presidencial debe cuidarse más. Y mientras Claudia Sheinbaum trata de sostener la narrativa de gobierno firme pero respetuoso, figuras como el propio Adán Augusto López toman nota: cada video de granadero golpeando a un chavo de sombrero es también un golpe a la autoridad moral de quien habita Palacio Nacional… y una palomita en las ambiciones del siguiente en la fila.

Porque el contexto nacional en 2025 no es cualquier cosa: la 4T ya no es novedad, es sistema. La inseguridad no se ha ido, solo se mudó de colonia; la corrupción se rebautiza, pero no se extingue; la economía aguanta, pero la chamba es cada vez más precaria para los menores de 30. La Generación Z creció viendo mañaneras, feminicidios trending, desapariciones y recortes disfrazados de “austeridad republicana”. No les venden ya el cuento del cambio histórico: lo revisan, lo memean, lo trolean y, cuando se hartan, salen a la calle con sombrero, celular y rabia. Y del otro lado, gobiernos de Morena replican el manual priista: discursos de izquierda, protocolos de derecha y granaderos con uniforme nuevo.

Entonces la pregunta que flota entre el humo de los gases no es retórica, es estratégica: ¿a quién le conviene que la presidenta se vea como represora? A la derecha, sin duda, que sueña con un 2027 repleto de jóvenes decepcionados que voten “por castigo”. Pero también a ciertos grupos dentro de Morena, que no llorarían precisamente si la imagen de Sheinbaum se desgasta mientras ellos se presentan como opción “más dialogante” o “más auténtica” de la 4T. En esa guerra de narrativas, la verdad importa menos que el encuadre del video y el timing del tuit. Lo que casi nunca se discute es lo único no negociable: los derechos de quienes marchan, y la obligación del Estado de no convertirlos en experimento electoral.

Al final de la jornada, cuando ya se habían ido los mandos, los voceros, los bots y los espontáneos, quedó una postal que ningún boletín quiso describir: en una esquina del Zócalo, entre escudos abollados y casquillos de gas lacrimógeno, se quedó tirado un sombrero solitario, manchado de tierra y pintura, al lado de una credencial de prensa rota y un charco de agua sucia. Nadie se acercó a levantarlo: los policías estaban ocupados contando bajas propias para el informe, los políticos revisando encuestas, y los jóvenes buscando sus compañeros en listas de detenidos. Ese sombrero abandonado, testigo mudo de una marcha que quiso ser futuro y terminó chocando con el pasado, parece hacer la única pregunta honesta del día: si nadie recoge el sombrero, ¿quién va a recoger la responsabilidad?

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