Seguinos sin escuchar

Los Demonios del Poder

Por Carlos Lara Moreno

Seguinos sin escuchar

Claudia Sheinbaum atraviesa su primera gran prueba como presidenta: un país que se mueve, protesta y levanta la voz desde distintos frentes.

Las manifestaciones recientes, que van desde jóvenes inconformes hasta grupos ciudadanos que reclaman seguridad, oportunidades y un gobierno más receptivo, han dibujado un panorama que incomoda al poder.

Y la respuesta de Palacio Nacional, lejos de desescalar, parece abonarle a la tensión.

Las protestas no estallaron de un día para otro. Son la suma de frustraciones acumuladas: incertidumbre económica, violencia persistente, falta de espacios para los jóvenes y un creciente desencanto con la política tradicional.

Pero en vez de reconocer ese origen, el gobierno ha optado por un relato que busca restar legitimidad: acusa manipulación en redes, presencia de bots, intereses ocultos y ánimo desestabilizador.

Cada vez que se minimiza lo que ocurre en la calle, lo que se pierde no es el control, sino la oportunidad de leer el pulso de la nación.

La reacción más visible ha sido reforzar la seguridad. Los cercos alrededor del Palacio Nacional se han convertido en símbolo: un gobierno que se resguarda antes de escuchar.

La imagen es clara y poderosa, pero también contraproducente. Un poder que se aísla siempre termina desconfiando de su propio pueblo. Y un pueblo que ve al poder a distancia, protegido por vallas, termina sintiéndose expulsado de las decisiones que afectan su vida cotidiana.

Sheinbaum insiste en que México es un país de libertades y que toda manifestación tiene cabida. Pero esa afirmación tropieza con la narrativa paralela que sostiene que quienes protestan no representan una inconformidad real, sino un intento organizado para desestabilizar al gobierno.

Cuando un presidente decide interpretar la protesta como un ataque, en lugar de verla como una advertencia, el terreno político se llena de tensiones que tarde o temprano pasan factura.

Las marchas, especialmente las encabezadas por jóvenes, revelan un desencanto generacional que no se resolverá con discursos.

Hay sectores que sienten que el país no avanza al ritmo que prometió la administración.

Jóvenes que ven un futuro incierto, ciudades donde la inseguridad marca el día a día, comunidades que no encuentran respuesta a sus reclamos y ciudadanos que ven un Estado más ocupado en justificarse que en dialogar. Negar esa realidad sólo profundiza el abismo.

El riesgo es evidente: si el gobierno continúa apostando por el control y la descalificación, las protestas pueden escalar. No porque haya conspiraciones detrás, sino porque la falta de escucha actúa como gasolina política.

La historia mexicana es clara: cuando las calles se llenan y el poder se niega a abrir canales de diálogo, el conflicto deja de ser coyuntural y se convierte en estructural.

Sheinbaum aún tiene margen para evitar que eso ocurra. Pero necesita un giro: pasar de la defensa permanente a la apertura real.

Eso implica sentarse con quienes protestan sin prejuicios, reconocer el malestar como legítimo y asumir que la inconformidad no es un enemigo, sino una herramienta de diagnóstico del país.

Significa también generar políticas visibles, no sólo declaraciones: espacios económicos y educativos para jóvenes, estrategias de seguridad más contundentes y un ejercicio de gobierno que hable menos desde el triunfalismo y más desde la realidad.

Los Demonios del Poder aparecen cuando quien gobierna se convence de que la distancia protege. Pero el poder sólo se fortalece cuando se expone, escucha y corrige.

Sheinbaum enfrenta un cruce de caminos: mantener el cerco o abrir la puerta. Si opta por lo primero, las manifestaciones seguirán creciendo. Si elige lo segundo, podrá transformar la crisis en un punto de partida.

El país no pide renuncias ni rupturas: pide ser escuchado. Y ese, al final, es el mayor desafío del poder.

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