Por Bruno Cortés
El Senado de la República se alista a meterle mano a la nueva Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar los Delitos en Materia de Extorsión, enviada por la Cámara de Diputados, con un objetivo central: endurecer las penas contra los extorsionadores y dar un golpe específico a las omisiones de autoridades que, por acción o por silencio, permiten que el delito siga creciendo. La idea es que la minuta se dictamine en comisiones y suba al Pleno en los próximos días, como una de las piezas clave de la agenda de seguridad del gobierno federal.
La ley tiene como columna vertebral la homologación del delito de extorsión en todo el país: establecer un tipo penal único, que se persiga de oficio y con penas de cárcel que, en su versión aprobada por la Cámara de Diputados, van de seis a 15 años, con posibilidad de llegar hasta 25 años en los casos más graves, como el “cobro de piso”, las extorsiones cometidas por servidores públicos o las que afectan la economía de una entidad completa.
Sin embargo, el texto que llegó al Senado encendió alertas. Por un lado, organizaciones y especialistas advirtieron que, en al menos una decena de estados, las penas mínimas actuales son más altas que las que plantea la nueva ley, lo que podría traducirse en reducciones de castigo para quienes ya están procesados. Por otro, un cambio de última hora en San Lázaro bajó las sanciones para funcionarios que omitan denunciar extorsiones, lo que rompió la unanimidad y abrió la acusación de que se estaba mandando un mensaje de impunidad hacia autoridades cómplices o negligentes.
Ante ese escenario, las comisiones unidas de Justicia y de Estudios Legislativos del Senado preparan un dictamen que revierte esa relajación. El planteamiento es equiparar las penas para servidores públicos que, teniendo la obligación de prevenir, investigar o denunciar, se quedan cruzados de brazos, con las sanciones que reciben los extorsionadores directos. En los hechos, se busca que la omisión se castigue casi al mismo nivel que la participación activa en el delito, para cerrar la puerta a las “miradas hacia otro lado” dentro de fiscalías, policías y sistemas penitenciarios.
Al mismo tiempo, el Senado revisa el paquete de agravantes. El proyecto que se cocina en comisiones eleva las penas en los supuestos donde la extorsión se comete con violencia, cuando hay amenaza real contra la vida de la víctima, cuando el delito se ejecuta desde un centro de reclusión o cuando participan grupos de delincuencia organizada. En los escenarios más graves, las sanciones podrían escalar por encima de los 25 años de prisión, con la intención declarada de mandar una señal de “cero tolerancia” a estas modalidades, hoy normalizadas en amplias zonas del país.
La reforma también trae un componente institucional: la creación de un Centro de Atención a Denuncias por el Delito de Extorsión a nivel nacional, el fortalecimiento de las unidades especializadas en las fiscalías y la coordinación con la extinción de dominio para que los bienes decomisados se utilicen en la reparación del daño a víctimas. Además, se mantiene la posibilidad de denuncias anónimas y la obligación de investigar de oficio, para no cargarle todo el riesgo a comerciantes, transportistas o familias que ya están bajo amenaza.
En paralelo al endurecimiento penal, hay un debate técnico que atraviesa el dictamen: cómo subir las penas sin chocar con los criterios de la Suprema Corte sobre castigos “excesivos” o desproporcionados. Algunos senadores de oposición han advertido que, si se empuja demasiado el rango máximo, podría abrirse la puerta a nuevas impugnaciones y acciones de inconstitucionalidad. El bloque oficialista, por su parte, insiste en que la extorsión es hoy uno de los delitos de mayor impacto en la vida cotidiana y que el Congreso tiene margen para ajustar las sanciones sin vulnerar los estándares de derechos humanos.
En el fondo, la discusión de esta semana en el Senado es algo más que un ajuste técnico: es un intento de corregir una ley que nació como pieza central del plan de seguridad de la presidenta Claudia Sheinbaum, pero que se desgastó políticamente al percibirse como complaciente con funcionarios omisos. Si la Cámara alta logra revertir esa señal —castigando con mayor dureza las omisiones y cerrando espacios a la corrupción institucional—, el gobierno podrá presumir una cruzada contra la extorsión más coherente. Si no, el costo político será que, aun con penas altas en el papel, la red de protección y silencios dentro del Estado siga siendo el eslabón más débil de la estrategia.
















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