El coqueteo entre Mancera y MC abre la duda: ¿suma votos al naranja o trae más costos que beneficios?

Por Bruno Cortés

El acercamiento entre Miguel Ángel Mancera y la dirigencia nacional de Movimiento Ciudadano (MC) dejó de ser simple rumor de café político desde que el exjefe de Gobierno de la Ciudad de México apareció en el primer informe de Pablo Lemus, en Jalisco, conviviendo con figuras clave del partido naranja. Desde entonces, en la grilla chilanga se da por hecho que hay un “coqueteo” en marcha rumbo a 2027, aunque no existe aún anuncio oficial ni afiliación formal. Mancera admite simpatía por MC, pero repite que sigue “sin chaleco naranja”.

El contexto de origen es claro: el PRD perdió su registro nacional en 2024 y hoy sólo opera como partido local en algunas entidades, mientras sus corrientes históricas pelean por los restos de estructura. Mancera, que fue jefe de Gobierno capitalino y coordinador de la bancada perredista en el Senado, quedó políticamente a la intemperie: sin partido formal, con capital político menguado pero todavía reconocible en segmentos urbanos del Valle de México. MC, por su parte, busca justo ahí —en la zona centro— el crecimiento que no ha logrado consolidar.

En la columna de lo positivo, hay argumentos que explican por qué en MC ven valor en una eventual incorporación. Mancera conoce la operación de gobierno en la capital, ha negociado presupuestos, reformas y nombramientos en el Congreso, y mantiene redes con cuadros perredistas y exaliados que siguen teniendo presencia en alcaldías y congresos locales. Para un partido que pretende dejar de ser “la tercera opción simpática” y convertirse en fuerza competitiva en la CDMX y el Estado de México, esa experiencia no es menor.

Además, su perfil de político moderado y negociador podría servirle a MC para dialogar con electores que no se sienten cómodos con Morena, pero tampoco se identifican con PAN o PRI. En términos estrictamente técnicos, un cuadro con tablas legislativas y ejecutivas puede ayudar a ordenar una bancada, elaborar iniciativas complejas y moverse con soltura en el trámite parlamentario; es justo el tipo de oficio que el partido naranja aún está construyendo fuera de Jalisco y Nuevo León.

Sin embargo, la columna de los costos también pesa. Mancera no llega “en blanco”: carga con el desgaste de haber gobernado la Ciudad de México en una etapa de creciente competencia con Morena, con señalamientos sobre seguridad, movilidad y uso de estructuras políticas que siguen presentes en el imaginario chilango. A eso se suma que encabezó al PRD en su fase de declive, lo que para buena parte del electorado urbano lo vincula con una marca que terminó perdiendo el registro nacional.

Otro punto delicado es la narrativa. MC se ha vendido como la alternativa a la “vieja política” y ha construido buena parte de su identidad alrededor de cuadros jóvenes, lenguaje fresco y campañas dirigidas a votantes urbanos y de redes sociales. Integrar a un exjefe de Gobierno surgido del PRD, con larga trayectoria en la clase política tradicional, puede chocar con ese relato y alimentar la percepción de que el partido se está convirtiendo en refugio de figuras desplazadas de otras fuerzas. En la capital, donde el voto joven es clave, esa contradicción puede traducirse en ruido.

El riesgo no es sólo de imagen externa, sino de convivencia interna. La llegada de un actor con peso propio puede reacomodar posiciones en la cúpula y generar resistencias entre militantes y liderazgos locales que han construido el proyecto desde abajo. Si a Mancera se le ofreciera una diputación plurinominal en 2027 o incluso la coordinación de bancada, el mensaje hacia cuadros que llevan años construyendo en MC sería que, al final del día, los cargos principales siguen reservados para quienes llegan desde otros partidos.

Para el partido naranja, la ecuación se parece a un clásico dilema chilango: ¿vale la pena cargar con el equipaje político de Mancera a cambio de un posible avance en la zona centro? En términos electorales, puede aportar estructura, nombre reconocido y algo de voto duro perredista residual. En términos de marca, puede diluir la idea de que MC representa “algo distinto” y reforzar la imagen del chapulineo que la ciudadanía ya identifica en otros partidos.

Para Mancera, el movimiento también tiene doble filo. MC le ofrece una tabla de salvación política en un escenario donde el PRD está extinguido a nivel nacional y Morena lo ve con distancia. Una eventual plurinominal en 2027 le permitiría seguir en la primera línea legislativa sin jugarse una elección de mayoría. Pero al mismo tiempo lo colocaría como ejemplo perfecto de la rotación de élites políticas que buena parte del electorado critica, y lo haría depender del desempeño de un partido que todavía está construyendo su fuerza territorial en la capital.

Al final, la pregunta que queda en el aire no es sólo si Mancera decide o no ponerse el chaleco naranja, sino si MC está dispuesto a pagar el costo político de sumarlo. Si la dirigencia opta por concretar el fichaje, el caso Mancera se convertirá en termómetro de hasta dónde el partido privilegia el pragmatismo electoral sobre la coherencia con el discurso de “nueva política”. Si decide mantenerlo en la zona de simpatizante cercano, será una señal de que el movimiento naranja mide con más cuidado lo que gana y lo que pierde en la plaza chilanga.

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